Laura Vicuña
Laura Vicuña para obtener la conversión de su madre, a los trece años ofreció su vida a Dios. Había nacido el 5 de abril de 1891 en Santiago de Chile. Desde el momento en que nació tuvo una vida llena de dificultades. Quedó huérfana de padre cuando tenía tan solamente dos años. Con su madre y una hermana más pequeña emigraron a Argentina, en busca de una vida mejor. Allí, en una hacienda llamada Quilquihué, su madre encontró trabajo. El propietario de Quilquihué era muy rico, pero se portaba muy mal.
Laura y su hermana Amanda fueron alumnas internas en el colegio de las Hermanas Salesianas. Laura fue una alumna aplicada. Prestaba atención a todo lo que se explicaba en clase.
Asistía al Catecismo, estudiándolo con mucho interés, para aprender a querer cada día más a Jesús. Era feliz en el colegio. Cuando hizo su primera comunión apuntó en su libreta:
«Dios mío, quiero amarte y servirte durante toda mi vida: tuya es mi alma, mi corazón, todo mi ser. Quiero hacer todo lo que sé y puedo con el fin de que Tú seas conocido y amado, y repara de este modo las ofensas que recibes cada día de los hombres, en especial de las personas de mi familia. Dios mío, concédeme una vida de amor, de mortificación, de sacrificio».
Un día la profesora habló del Matrimonio, con claridad, delicadeza y valentía. Explicó que la unión libre, es decir, vivir en pareja sin estar casados ante Dios, es pecado grave y que a Dios le disgustan mucho los que viven así. Laura quedó pensativa en un primer momento, pero inmediatamente después empezó a palidecer. ¡Su madre vivía de esta manera! Compartía su vida con el propietario de la hacienda sin estar casada con él, viviendo en pecado mortal con grave peligro de condenación eterna.
La conducta de su madre le causaba una gran pena. Una vez se atrevió a decírselo, eso sí, como mucho cariño y delicadeza: Mamá, no puedes vivir así con ese hombre. Cásate con él. Su madre le contestó: pero hija, él no quiere casarse. Laura, cogiendo la mano de su madre y besándola, le dijo: Pues entonces vámonos de aquí, aunque sea pidiendo limosna por los caminos, pero dignas y decentes. La madre se echó a llorar, pero no se atrevió a dar ese paso definitivo, el de abandonar al amo.
Muy preocupada, Laura se decidió a ofrecer su vida por la conversión de su madre. A los pocos días llegó la respuesta de Dios. Laura enfermó, y a pesar de los cuidados que tenían con ella, cada día empeoraba más, con dolores intensísimos y vómitos continuos. Su vida se iba apagando y ella lo sabía.
Sin ninguna queja, repetía a Dios su ofrecimiento: Señor: que yo sufra todo lo que a Ti te parezca bien, pero que mi madre se convierta y se salve. Y… ¡Dios hizo el milagro!
El 22 de enero de 1904. Su madre se reconcilió con Dios y se confesó. Para ella también comenzaba una nueva vida. Aunque no era fácil romper la cadena que le tenía atada al propietario de Quilquihué -ello significaba de nuevo la soledad, la incertidumbre, la pobreza y la persecución-, sin embargo, lo hizo para ser fiel a los mandamientos del Señor.